sábado, 19 de abril de 2008
Impotencia
De todo se ha dicho sobre las crónicas: las llaman efímeras, poco fiables, que este género es el hijo bastardo de la literatura y el periodismo. Puede que estas apreciaciones sean ciertas, pero cuando una crónica da en el corazón de un momento específico, se queda en la memoria de quien la leyó como aquellos cuentos o poesías que nunca se olvidan. Una de estas crónicas imborrables fue la que escribió en 1985 José Ignacio Cabrujas a raíz de la catástrofe en Armero, Colombia, cuando el volcán Nevado del Ruiz hizo erupción arrasando con el pueblo entero.
Entre las bondades de la crónica está que va de lo general a lo particular, Cabrujas dedicó su cuartilla y media a una de las 23.000 víctimas del desastre: la pequeña Omaira, de 12 años, de cuya larga agonía hundida hasta el cuello en tierra y piedras fuimos testigos millones de personas gracias a la inmediatez de la televisión. Cabrujas, hombre del medio, sacando un cálculo sobre el esfuerzo tecnológico, económico y humano de transmitir vía satélite las últimas horas de la niña, se preguntaba con una impotencia que quedó marcada en la conciencia de la época, cómo fue posible que con tan millonaria inversión en la noticia de su agonía, no se pudiera rescatar a Omaira.
Esa impotencia que describe Cabrujas del espectador que le cuesta entender cómo se extingue una vida en vivo y directo, sentir en nuestra cotidianidad de testigos pasivos que el tiempo pasa y la situación empeora, que es cuestión de horas, pero mientras hay vida, algo se tiene que poder hacer… es similar a la que hoy sentimos en torno al cautiverio de Ingrid Betancourt en las selvas latinoamericanas. Aunque a diferencia de la agonía de Omaira, no son en vivo y directo las imágenes que nos llegan de la candidata presidencial desde que se convirtió en 2002 en la más valiosa -políticamente hablando- de los rehenes de la FARC.
La más reciente filmación de su cautiverio a principios de 2008, que sirvió como fe de vida, mostró a una Ingrid Betancourt de pelo largo, delgadez extrema y mirada fija en el piso, rendida ante su destino, cuya libertad (o falta de ella) es punto de honor entre dos voluntades indoblegables: las Fuerzas Armadas Revolucionarias y el gobierno colombiano.
Sólo unas fotos, algunas cartas personales, y testimonios de rehenes que lograron salir de la selva, se tienen de estos últimos 6 años de la vida de Ingrid Betancourt, sin embargo, sabemos mucho sobre ella: que el día de Navidad cumplió 46 años, que se perdió la adolescencia de sus hijos, que es valiente hasta la terquedad, maltratada por sus captores, que ha tratado de huir varias veces, que está enferma y necesita ayuda médica, que su familia, al igual que la de cualquier secuestrado, estaría dispuesta a llegar al mismo infierno para rescatarla. Sabemos de negociaciones para zonas de despeje, de acuerdos humanitarios de intercambio de rehenes por guerrilleros presos, hasta de propuestas de gobiernos de países vecinos de reconocer a la guerrilla colombiana como fuerzas beligerantes; sabemos de políticos, clero, civiles, médicos, ONGs que se ofrecen como facilitadores para que la historia de Ingrid Betancourt tenga final feliz. Pero las noticias no son buenas: Ingrid está cada vez más delicada de salud selva adentro y se le niega una apropiada asistencia médica.
Ojalá no tengamos que exclamar impotentes como colectivo de un continente desgarrado: “¡Por qué!”.
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