miércoles, 25 de febrero de 2009

La batalla de Bahía


 I
El ataque fue tan esperado como sorpresivo, algo así como un Pearl Harbor del siglo XXI. Quienes disfrutábamos de la soleada tarde de playa sabíamos que en cuestión de minutos seríamos atacados. Sin embargo ahí estábamos, cerveza en mano, comiendo tequeños y tostones con salsa de ajo, sentados en las incómodas sillas playeras discutiendo si habrá referendo o no. Algunos temporadistas precavidos comenzaban a rodar sus sillas al final de la playa, a pesar de que ya en esa zona el sol había sido reemplazado por la sombra. Yo no, soy carne fresca en Bahía del Mar: ¿cómo imaginar que un apacible lunes de Carnaval la pequeña playa de un edificio del Litoral Central se iba a convertir en una réplica exacta de la primera escena de Salvando al Soldado Ryan? ¿ Cómo imaginar que estaba a punto de vivir una versión carnestolenda de la invasión a Normandía?
Quizás debo comenzar por el principio, recordando unos Carnavales 2004 que prometían más desde el punto de vista noticioso que desde lo que se suponen que deben ser los Carnavales: cuatro días de asueto en los que hasta los políticos de turno se van de vacaciones. Pero cómo descansar tranquilos si el destino del país dependía del buen juicio democrático del Consejo Nacional Electoral de si debíamos ir a un Referendo Revocatorio Presidencial o no, juicio que estaba tardando demasiado en llegar.
Camila se había ido a un intercambio estudiantil a los Estados Unidos, para el pequeño Ozzie carnaval representaba disfrazarse de Batman, yo disfruto de una Caracas desierta, pero para Isabel -a sus rebeldes nueve años- quedarse en casa era una raya: ¿qué diría el miércoles de ceniza cuando le preguntaran en el colegio qué hizo en Carnavales? ¿cómo justificar tanta palidez? ¿Una vida tan aburrida? Sus quejas y lamentos parecían inútiles porque su padre decidió que la masa no está para bollos, cualquier viaje desequilibraría nuestro presupuesto familiar.
 Pero la noche del domingo de Carnaval, cuando al son de la musiquita de Globovisión vimos como Fundapatrimonio -desconociendo el fallo del Tribunal Supremo de Justicia- se preparaba para arrebatarle la reina María Lionza a la Universidad Central; a pesar del tráfico, a pesar de la peladera, el fanático de mi marido dijo ya basta, hay que descansar de tanta revolución, aunque sea por un día, y decidió regresar ese lunes de Carnaval a uno de los lugares más entrañables de su infancia, a sus Carnavales de hace treinta años: al 9A de las Residencias Bahía del Mar. El apartamento playero de su abuelita que todavía disfrutan los nietos.
II
Salimos a las once de la mañana tras empacar trajes de baño, franelas, cachuchas, bronceador y cuatro paños. Nos agarró un poco de tráfico, aunque no el que se esperaría un lunes de Carnaval, pero como yo tenía más de cinco años sin visitar el Litoral, aproveché la cola para detallar el paisaje.
No hay que ser Geólogo para darse cuenta de los dramáticos cambios que se han producido en el estado Vargas y no sólo debido al deslave: la autopista está desprotegida, el peaje abandonado, se robaron las barandas que sirven de defensas, en la cola en lugar de vender papita, maní y tostón, se venden cervezas; sendos carteles a lo largo de la vía aseguran que con Chávez y Barreto saldremos adelante en la Gran Caracas, mientras tanto, no sólo gran parte de la autopista está sin luz, sino también los túneles que atraviesan la montaña están tan oscuros como la conciencia de un político.
Los cambios geográficos son más desgarradores: a cuatro años del deslave que arrasó al estado Vargas, los rasguños que surcan la cordillera de la costa aprietan el alma recordándonos como la naturaleza se ensañó con el pequeño estado cobrando más de diez mil vidas. La colonial casa Guipuzcoana sigue en pie y está remodelada, el mural de Cruz Diez enfrente no corrió con la misma suerte: los pedazos que quedan de la obra cinética están desteñidos y no hay Fundapatrimonio que quiera hacerle un cariñito. El contraste entre ruinas y conservación marca el estado Vargas: por un lado balnearios como Camurí Chico lucen modernos e impecables, por otro lado hoteles que alguna vez fueron de lujo como el Sheraton y el Melia Caribe, están abandonados. El mar se alejó con el deslave ganando kilómetros de playa, pero urbanizaciones como Los Corales, son ruinas de rocas y tierra y no hay corazón humano que las logre levantar.
Ni el terremoto del 68, ni el deslave del 99, ni los diferentes gobiernos han hecho mella en Bahía del Mar y Laguna Beach, dos edificios hermanos separados por un malecón, diseñados en los años cincuenta por el arquitecto Juan Andrés Vegas. Además de su hermosa arquitectura lo que hace tan especial a este par de edificios es la particularidad de que sin ser club privados, cuentan con pequeñas playas para el disfrute de sus propietarios.
Cuando por fin llegamos y el vigilante de Bahía le abrió la puerta eléctrica al fanático de mi marido, al muy sentimental se le aguaron los ojos y le tembló la voz: “Aquí no pasan los años”. Todo estaba igualito a como lo recordaba en su infancia: el hall de la entrada, la piscina, el jardín, los ascensores, la fuente de soda, las mismas caras que lo vieron crecer jugando en esa playa de arena oscura y que hoy con afecto le reprochaban: “Tenías tiempo que no venías por aquí”. 
El 9A también está impecable: de pisos blancos y muebles de fórmica, sin lujos como lavaplatos y televisión, cuenta con dos cuartos con sus baños y una inigualable vista al mar. Como los hijos de la tía Helena –a quien le tocaba este asueto- tenían otros planes, mi cuñada Calen logró el premio gordo de la familia que es poder usarlo en Carnaval.
III
Corina, la única hembra de los cuatro hijos de Calen y de su esposo Antonio, estaba con una amiga en Camurí Grande, pero las niñas que estaban en Bahía acogieron a Isabel como se recibe a un miembro de su casta. Así, mientras el pequeño Ozzie chapoteaba entre las olas con sus primitos Diego y Fernando, Isabel fue reclutada como cadete raso en el Batallón Femenino de Bahía: responsables de llenar bombitas de agua en cuanto chorro encontraran. Nunca había visto tanta bombita de agua junta, ni en los carnavales del colegio cuando esperábamos en la salida a los profesores para mojarlos: había tobos, poncheras, cavas, ollas, palanganas repletos de bombitas multicolores. Antonio Enrique, el sobrino mayor, a sus trece años era el líder natural del grupo juvenil: saltando descalzo y con su traje de baño de cayenas, daba órdenes a diestra y siniestra ubicando en puntos estratégicos el numeroso arsenal acuático.
Ante tanta agitación infantil, pregunté nerviosa a mi cuñada:
-¿Qué es lo que está pasando aquí?
Calen, tan tranquila, cerró los ojos y tomando sol en la cara, me contestó:
-Nada, que estamos esperando una invasión.
¡¡¡Invasión!!! y me lo dice así, como quien avisa que por ahí viene una nube que va tapar momentáneamente el sol. ¡Qué suerte la mía! Salgo de la ciudad para descansar de tanta política y el coletazo revolucionario me viene agarrar en la playa. Imposible huirle al destino. El fanático de mi marido, viendo la angustia reflejada en mi rostro, se rió un buen rato antes de explicarme que la invasión no era de Tupamaros ni de Carapaicas:
"Es parte de una tradición milenaria, desde que Bahía es Bahía y Laguna es Laguna, los niños de ambos edificios se enfrentan en una guerra sin cuartel de bombitas de agua".
A diferencia de los viejos tiempos, los líderes de ambos bandos llegaron a un acuerdo de que en estos Carnavales no usarían como mísiles ni huevos, ni bolas de arena, ni agua congelada.
 “¡Estos muchachos de hoy en día!”- suspiró decepcionado el fanático de mi marido. Pero en la línea de fuego todo objetivo vale: niños, ancianos, bebés, mujeres embarazadas, nadie se salva de un bombazo.
Nuestros guerreros decidieron picar primero y mandaron a una comitiva naval en dos botes de goma con un buen cargamento de bombitas a invadir la playa vecina. La misión fue un fracaso, al poco tiempo regresaron los valientes soldados con lágrimas en los ojos: fueron derribados antes de llegar a la playa  perdiendo en las turbias aguas de Laguna un importante arsenal.
El contraataque no se haría esperar, sería cuestión de minutos, debíamos prepararnos. Mi marido, general retirado de estas lídes carnestolendas, me llevó a una esquina de la playa donde ya se encontraban apretujados la mayoría de los adultos, zona donde supuestamente seríamos respetados como los cascos azules de la ONU, observadores imparciales, pero mi sobrino Antonio, aquel dulce niño a quien hace no tantos años le hacía “atunacatunatún”, con cara de santo me escogió como escudo humano, depositando calladito sus bombas de agua detrás de mi silla. Menos mal que su tío lo descubrió a tiempo: “Antonio a los veedores hay que respetarlos”. El pequeño Ozzie tampoco quiso participar en la contienda, y arropándose en un paño se sentó en mis piernas a dormir la siesta mientras sus primitos se iban a la guerra.
Primero pasó el Ferry que va para Margarita, “ya verás las olas” me dijo Calen, y a los pocos minutos el apacible mar de Bahía se inquietó, pequeñas olas estallaron con violencia en la playa, la adrenalina subía, la invasión la esperábamos de un momento a otro, pero puedo jurar que nada prepara para el impacto de encontrarse con que tras la fuerza de las olas, se escondían cinco botes de goma llenos de preadolescentes con un grito de guerra en la garganta.
 La batalla empezó, el objetivo de los invasores era desembarcar en la playa de Bahía y a punta de bombazos, humillar al enemigo. Nuestros jóvenes guerreros tenían un plan: aguantar la embestida para dejar a los piratas sin municiones y después contraatacar. Una lluvia de colores surcaba el cielo de Bahía, y mi marido, impotente, veía como arremetían contra nuestros pobres soldados. Las más feroces invasoras eran un grupo de cinco muchachas que no tendrían más de catorce años, aguerridas amazonas con el brazo de Nolan Ryan y la puntería de Roger Clemens. No faltó un adulto que advirtiera: “A mi no, a mi no” y ¡zuacatela! Si estabas en la línea de fuego, no había permisito que valiera.
Un antiguo guerrero no aguanta tanta humillación, por eso, cuando ya habían logrado desembarcar las fuerzas hostiles y el bombardeo no cesaba, el fanático de mi marido saltó de su silla y se fue a rescatar la dignidad de su terruño playero. Como en las películas de guerra, evitó milagrosamente los proyectiles antes de esconderse detrás de un cocotero y dirigir a su ejército: “Contra el agua no, que las bombas no se rompen y perdemos municiones; Isa, ataca a la muchacha del bikini azul, que a esa ya se le cansó el brazo. El narizón, el narizón, hay que darle con fuerza al narizón porque es el líder del grupo, todos contra él. Diego métete escondido en el mar y voltea el bote pequeño que ahí está su arsenal. Cuidado Fernando, que estás en la mira del peludo. ¡Se escapan, se escapan, todos al malecón!” Y la fuerza patriota corrió al malecón mientras el ejercito invasor se despedía gritando: “¡Ganamos!” y mi marido, como si tuviera doce años, se los refutaba: “¡Mentira! ¡Ganamos nosotros!”.
El pequeño Ozzie durmió placidamente durante la batalla y sólo despertó cuando las aguas habían vuelto a su cauce. Después de comer un perro caliente con papas fritas, se unió a sus primos Fernando y Diego a recuperar algunas bombitas que intactas, yacían hundidas en el fondo del mar. Las metió en su tobo rojo y se niega a explotarlas, las está guardando para la revancha de Carnavales 2005.

Ilustración para Nojile: Rogelio Chovet.

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