De vez en cuando la felicidad política nos llega en pequeñas dosis, y la semana pasada, ¡ay qué feliz fui!
El origen de tanta dicha lo encontré en la prensa al leer el titular: “Bryce Echenique afirma que Chávez es nefasto y arruina al país”. Sé que no es mucho. Poco o nada cambiará el curso de la historia venezolana que un escritor peruano de 67 años de edad, radicado en España y famoso por su prosa habitada por antihéroes insomnes, damiselas idealistas, escritores pobres (pero siempre enamorados), y seudo revolucionarios con mocasines de lujo; opine que “aún no se nota que Chávez está arruinando a su país porque tiene una gran cantidad de dólares de petróleo que pesa mucho...” .
Después de todo, con la ayuda de esos petrodólares, miles de corazones antiimperialistas llegaron a Caracas esta semana a darle un espaldarazo a la revolución bolivariana en el VI Foro Social Mundial. Y seguro se llevarán como souvenir un reloj con el rostro del líder... o una franela con su ídolo vestido de gala militar.
Ante tantas buenas voluntades internacionales, la ojeriza antichavista de Alfredo Bryce Echenique parece apenas un consuelo, pero me entra como un fresquito que uno de mis escritores preferidos vea la realidad venezolana reflejada en el mismo espejo en el que la veo yo.
Sé que no deberíamos alegrarnos de la desgracia propia. Ningún venezolano debería celebrar el augurio de un nefasto futuro para el país. Pero es que cada vez que sale un comunicado lleno de firmas de artistas e intelectuales apoyando a la revolución bolivariana, lo leo con el alma en un puño buscando el nombre de algún ídolo que crea en esta sin razón. Por favor Diosito qué no esté Joaquín Sabina, que no esté Muñoz Molina, que no esté Serrat. Ya estoy acostumbrada a encontrar a los eternos incondicionales de las causas revolucionarias. Aquellos que a la palabra revolución siempre le dan un cheque en blanco: Chomsky, Saramago, Benedetti. Y se les quiere igual. Pero me alegro tanto cuando intelectuales como Carlos Fuentes tumban el mito del que no está con Chávez está con Bush, como lo hizo en el artículo: “El año que fue”, criticando con la misma dureza ambos juegos de poder: “... se oponen en todo salvo en un punto: la fructuosa relación petrolera, indispensable para Chávez y para Bush. Lo demás es demagogia”.
Tampoco falta el idealista de fama mundial que desde una de esas ciudades en las que recogen la basura puntualmente y asfaltan los huecos de las calles (proezas inauditas en estas latitudes), aplaude revoluciones ajenas como método infalible para exculparse de vivir en la comodidad de un imperio.
Pero una cosa son los gringos y los europeos no hispanos ( “tan excepcionalistas”, como diría Susan Sontag: “En cualquier lado menos en mi país” ) ; y otra cosa son los latinoamericanos y los españoles a quienes les ha tocado vivir terribles dictaduras, y con quienes no sólo estamos unidos por el idioma, sino también porque durante años Venezuela fue considerada el puerto de aquellos que soñaban con vivir sin represión.
Sin embargo, también en los tiempos de la cuarta república Venezuela distaba de ser un país perfecto. No podía serlo una sociedad donde la diferencia entre los pocos que tienen mucho y los muchos que tienen poco era (y sigue siendo) abismal. Precisamente esa diferencia de clases que durante siglos nos ha caracterizado a los latinoamericanos es el tema principal de Un mundo para Julius de Bryce Echenique: la historia de un niño limeño que crece en un medio privilegiado y desarrolla una sensibilidad particular contra la injusticia social.
Hoy, que Caracas recibe a tantos soñadores de un mundo más justo, se les da la bienvenida. Sólo espero que puedan ver un poco más allá de la rumba y de los oropeles del turismo revolucionario, y se den cuenta de que siete años después de empezada esta gesta bolivariana, mientras la libertad de expresión comienza a condicionarse, la pobreza sigue igual y el país se cae a pedazos... abundan los mocasines de lujo en los pies de quienes dicen llamarse revolucionarios.
Publicado en el diario El Nacional el 28 de enero de 2006. Ilustración para Nojile: Rogelio Chovet.
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