martes, 3 de febrero de 2009

Niños de la Patria



La noticia es de buena fuente. Me la dijo Freddy, el hermano de una amiga, me tropecé con él en el abasto y me vio tan vulnerable con mi chamo sentado en el carrito comiéndose un titiaro mientras yo escogía con cara desolada cebollas podridas y carísimas, que sintió que era su deber advertírmelo. Por eso, después de preguntar cómo están por la casa, de las carantoñas al muchachito, de tantearme políticamente —porque uno nunca sabe, no vaya a ser que la amiga de su hermana sea clase media en positivo—; me tomó por un brazo y me alejó de las verduras (el señor que pesa está de lo más sonreído después del referéndum) y me llevó a la charcutería (los charcuteros le echan la culpa hasta de los quesos rancios al Gobierno) y sólo en confianza se atrevió a preguntarme:
“¿Te enteraste?”.

Ese “¿Te enteraste?” no me gustó para nada, sonó a mala noticia, por eso con voz entrecortada le contesté: “¿Qué pasó?”. Freddy pidió 200 gramos de queso Paisa rebanado antes de responder: “Parece que está listo el decreto de los niños de la patria, el que dice que los niños venezolanos son patrimonio de la nación y por lo tanto le pertenecen al Estado, no podrán salir del país hasta los 18 años”.
Hace algunos meses me habría reído de tan paranoico rumor, pero después de que Acosta Carlez, el general de los eructos, logró erigirse como gobernador de Carabobo, estoy convencida de que en la República Bolivariana de Venezuela cualquier cosa es posible, desde prohibirle a los niños visitar a Disneyworld hasta la libertad de emigrar si así lo deciden sus padres. Por eso, dejando abandonado en la mitad de un pasillo el carro con las compras de la semana, huí con mi Eliancito lista a retomar el primer grito de guerra escuálido del que se tiene memoria:

“¡Con mis hijos no se metan!”.

Camino a casa recordé los mitos de mi niñez, esos que decían que en los regímenes comunistas a cada familia se le adjudicaba un colchón en el que tenían que dormir por turnos, a los deportistas que no regresaban con medalla de las Olimpíadas los mandaban para Siberia a cumplir condena de trabajos forzados, estaban prohibidas la disidencia y la libertad de expresión, y la potestad de los niños no le pertenecía a sus padres sino al Estado. Desesperada y claustrofóbica, desempolvé el árbol genealógico de mi familia para ver dónde diablos podíamos encontrar una nacionalidad de repuesto: yo tenía una bisabuela francesa y tres tatarabuelos corsos pero los europeos, tan patriarcales, no les dan pasaporte sino a los descendientes de los hombres. Mi marido recordó a un bisabuelo holandés pero cómo empezar una nueva vida en Ámsterdam o en La Haya si apenas sabemos un poco de inglés, además, desde el asesinato del cineasta Theo van Gogh perpetrado por un extremista islámico, se ha desatado la xenofobia en Holanda.

Al borde de una crisis de nervios, mientras mis niños se peleaban por el control de la televisión, decidí llamar a María, una comadre que tiene la facultad de ponerme la paranoia en perspectiva, de mitigar al Robert Alonso que vive en mí.

María, a quien le está tocando ser padre y madre a la vez, me respondió con voz emocionada al saber que la patria potestad de sus niñas iba pertenecer al Estado:

“¡Qué maravilla! Espero que el Estado se encargue de ayudarlas en las tareas de matemáticas, de buscarlas a las fiestas, de enderezarles los dientes, de mediar en sus peleas”. Después de reírnos un buen rato soñando cómo el Estado aliviaría nuestras responsabilidades maternales, llegamos a la triste conclusión de que si no hay misión que se ocupe de la terrible realidad de la infancia cada vez más abandonada en Venezuela, en qué cabeza cabe que a todos los niños del país los nombren responsabilidad de la nación.

De todas maneras, oyendo que Acosta Carlez se proclamó timonel de los Navegantes del Magallanes, la semana pasada comencé clases intensivas de holandés.



Publicado el sábado 20 de noviembre de 2004 en el diario El Nacional

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