viernes, 16 de octubre de 2009

¡Con mi hijo no se metan!


Estimados señores de las páginas deportivas de El Nacional:

Les escribo para hacerles una advertencia: CON MI HIJO NO SE METAN.

Ustedes dirán: ¿Y a esta qué le picó? ¿acaso esa no es la señora casada con el fanático del béisbol? Si, soy yo, y hasta hace algunas semanas mi fanático era inofensivo. Pero mi vida familiar no ha sido la misma desde aquel fatídico viernes 4 de mayo cuando salió en la columna de Humberto Acosta la primera entrega de: “¿Tiene usted un vecino que guarda en su casa una futura versión de Andrés Galárraga o de Omar Vizquel? ¿O será que la tiene en la suya?”.

El primer experto consultado para esta adoctrinante serie sobre la formación de futuros grandes ligas fue el propietario de una academia de béisbol en la Universidad Simón Bolívar, José Salas, una eminencia por haber pertenecido a las gloriosas filas de los Tiburones de la Guaira, pero que ocasionó que a mi marido se le atragantara el desayuno al afirmar que para llegar a la gran carpa: “Hoy hay que medir por lo menos 1.85 metros. Eso para un joven que haya cumplido los 15 años, aunque como toda regla tiene su excepción”.

Beisbolísticamente hablando, la genética no está del lado de nuestro pequeño Ozzie, su padre y su madre somos de estatura bolivariana. No hay que ser tan negativos: si nuestra hija Camila heredó de sus bisabuelos los ojos azules, ¿por qué el pequeño Ozzie no podía heredar el tamaño del abuelo? Esa consideración Mendeliana no fue de mucho alivio para el padre del futuro grandeliga.

-Adriana, ¿has llevado a Ozzie últimamente al pediatra?- preguntó asustado- ¿Cómo está de estatura?

-Es un niño grande para su edad, pero el pediatra afirma que antes de los 2 años los niños no agarran su verdadera curva de crecimiento.

Para asegurarse de que cuando agarrara la curva lo hiciera lo mejor posible, llamó a su primo Jorge, pediatra de nuestros hijos y experto en nutrición, para que lo asesorara. Las palabras de Jorge no fueron alentadoras:

- La genética suele ser determinante, aunque una alimentación balanceada rica en frutas y vegetales siempre ayuda en el crecimiento. También ayuda evitar chucherías, enlatados, refrescos y colorantes.

¡Evitar chucerías! ¡Eso era condenar a una vida monástica a mi pobre bebé! Traté de convencer a mi marido que derogara sus sueños por lo menos hasta que el pequeño Ozzie pudiera opinar al respecto. Pero él pensaba lo contrario: “Tenemos que apurarnos, mujer. El experto consultado dice que en el béisbol el factor tiempo es apremiante. Y Ozzie ya tiene 15 meses”.

La situación mejoró al día siguiente con las declaraciones del propietario de la academia Los Búfalos de Evelio, Evelio Ovalles, padre de dos peloteros profesionales:
“Hoy los padres quieren que sus hijos de 12 años jueguen como un profesional cuando lo único que deben hacer es jugar por el placer de jugar”.

Subrayé sus palabras para que el atolondrado de mi marido se las grabara: “Mira lo que dice Ovalles, que primero deberían pensar en la formación del hombre, y solo después en la formación del pelotero si es que tiene condiciones”.

Mi marido también subrayó lo que él consideraba esencial: “Comencemos por lo más importante que es batear: un buen swing, con un buen instinto para atacar la bola y con una buena selección de pitcheos”.

La última entrega de esta serie fue la que ocasionó el maquiavélico plan de mi marido para arrebatarme a mi bebé. Graciano Ravelo, cazatalentos entrevistado, pronosticó una vida llena de sacrificios para los futuros grandes ligas: “No es común que un joven entre 17 y 20 años, que por su edad tienen intereses como las fiestas, las muchachas o los paseos, se someta a la exigente disciplina del béisbol”.

Al darme cuenta de que mi marido estaba tomando notas de los requisitos indispensables para ser pelotero: “... el instinto que posea. El cómo resuelve. Cómo ataca la bola si es un infielder, o el cómo carga para hacer un buen contacto con su bate”.

Decidí imponer mi autoridad de madre: “En esta casa no se habla más de béisbol”.

A los pocos días me salió un viaje. No estaba segura si debía aceptarlo, no me gusta dejar a los niños. Su padre, haciendo gala de inusual desprendimiento insistió: “En estos tiempos bolivarianos no debemos dejar pasar ninguna oportunidad. Una semana pasa rápido. Vete tranquila que yo me ocupo de los muchachos”.

En verdad una semana pasa rápido, pero también pueden pasar muchas cosas. Cuando regresé me estaba esperando mi familia en el aeropuerto y apenas salí de la aduana las niñitas corrieron a abrazarme, a decirme que les había hecho mucha falta y a contarme sus pequeñas grandes peripecias. Feliz las abracé y las besé hasta que por encima de sus hombros vi una pequeña cabecita que lucía remotamente familiar. Proferí un grito de terror, ¡era mi pequeño Ozzie! Seriecito, agarrado de la mano de su padre, sus hermosos bucles dorados habían desaparecido. No lo podía creer: a mi principito lo habían convertido en un Marine.

Al llegar a casa los niños tenían algo que enseñarme: Camila, su A en ciencias; Isabel, el libro que le había traído el Ratón Pérez; y el Pequeño Ozzie, su swing en el bate. Por el cuarto del bebé pasó un huracán minimalista: sus carritos, sus tacos y sus creyones desaparecieron. La vida monástica del pequeño Ozzie había comenzado, sus únicos juguetes: un bate y una pelota.

Mi bebé parecía feliz, por no decir resignado, a los 15 meses su vida estaba dedicada al béisbol. Inocente agarraba el bate y la pelota, tratando de batear para los dos lados. “Hoy en día los bateadores tienen que ser ambidiestros” me comentó el descarado de mi marido mirando con orgullo a nuestro pequeño hijo que se acababa de dormir con el bate entre los brazos.

A mi hermoso niño me lo han convertido en un perrito Pavloviano, y ustedes, señores de las páginas deportivas, tienen su cuota de responsabilidad en esto. Por eso, antes de que vuelvan a publicar otro artículo adoctrinante e insidioso con furia de madre les exijo: ¡Con mi hijo no se metan!

Artículo publicado en la sección Juego de Palabras de El Nacional en el año 2001.

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