domingo, 4 de octubre de 2009

El hueco


La noche de un viernes regresaba a casa a las 8:30 tras uno de esos aguaceros que azotaron Caracas en septiembre. Iba apurada, mi esposo prepararía tallarines salteados a lo “restaurante Da Guido”, y ya era tarde, pero preferí andar con calma: nada más peligroso que transitar entre quebradas desbordadas, carros coleándose y árboles endebles. Sólo en mi vecindario se cayeron 17 árboles el lluvioso fin de semana del temblor.
Por eso no me extrañó que la calle que une al Country Club con la Alta Florida estuviera cerrada. Había que tomar la vía alterna, la calle Altamira que bordea un hoyo de golf, calle de poca circulación pero que atravesarla es una odisea desde que Hidrocapital hace unas semanas la rompió para meter unas tuberías, y dejó los huecos sin pavimentar.
Era una noche oscura, la exclusiva zona –donde quedan las residencias de tres embajadores- parecía la boca de un lobo. La conozco bien, sé que gracias a los trabajos de Hidrocapital en un tramo de la calle no pueden pasar dos carros a la vez, y la acera es tan alta que no se puede contar con ella para hacerse a un lado. En sentido sur-norte hay que manejar como los ingleses, pegado a la izquierda, si viene un carro de frente, hay que meterse en la entrada de un estacionamiento para dar paso. Si agarras a la derecha, puedes caer en una tronera y el carro no sale sino con grua.
Eso lo sé yo porque soy baquiana de la estrecha vía, pero el conductor del carro delante de mí, sin señalización y a oscuras, quizás no lo sabía. Era una camioneta marrón que iba por el lado bien asfaltado de la calle, cuando un carro le vino de frente, tomó su derecha cayendo en uno de los huecos de Hidrocapital. Tratando de salir, la camioneta quedó guindando de lado.
En momentos como éste siempre me aparece un par de detestables personillas, una con halo y alitas que insistía: “bájate a ver en qué puedes ayudar”, y otra roja con cachitos que susurraba: “Ni se te ocurra, con la inseguridad como está, y tú con lo inútil que eres, a ver si te cae la camioneta encima por andar de Girl Scout”. Odio admitirlo pero en este debate el diablo de la razón le ganó al ángel de la conciencia por KO, y sin pensarlo dos veces, dí la vuelta para irme vía Chapellín.
Mi huida me dejó cierto ratón moral que se convirtió en elefante cuando Flor, una amiga-vecina, me llamó el lunes siguiente para contarme que había tenido un accidente. Bastó que dijera las frases “viernes a las 8 y media” y “calle cerrada”, para que yo terminara el cuento: “no sigas, soy la cobarde que iba detrás de ti”.
Flor trató de restarle importancia: “No te des mala vida, ninguna mujer se paró a preguntar si necesitaba ayuda. Los hombres que lo hicieron, fue para tomar fotos con el celular.” Hasta la policía, después de ayudarla a salir del carro, se fue. Sólo una pareja de estudiantes la acompañó hasta las 11 de la noche cuando por fin una grúa sacó del hoyo la camioneta desbaratada.
Regresando a la calle Altamira a la luz del día, ví el hueco donde cayó el carro de Flor y pensé que soberana tronera servía de metáfora a la desidia de país, a cómo nos hemos acostumbrado a vivir entre ruinas, de los malos ciudadanos que hoy somos gracias al miedo y a no sentirnos protegidos por las instituciones.
Publicado en El Nacional el sábado 3 de octubre

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